miércoles, 5 de junio de 2013

"SIN RETORNO" DE MONTY BROX (2ª y ultima parte)


2º PARTE (FINAL)
(Publicado el 21/11/11)

Sentada en el capó, con la cabeza echada hacia atrás para que la lluvia le regara la cara, Alice percibió lo que se le antojaron campanas celestiales. A lo lejos se escuchaba el golpeteo de una puerta metálica mecida por el viento. Algún despistado camionero, movido por las prisas para no empaparse, había cerrado mal la cabina de mercancías de su camión refrigerado. Por un segundo estuvo tentada a puentear cualquiera de las moles de más de cuatro ruedas o los furgones de reparto que se encontraban en el aparcamiento. Pero su aventajada experiencia la advirtió de que eso no sería inteligente. Aquellos hombres cuidaban de sus vehículos más que de sus hijos o sus entrepiernas a falta de tener descendencia. Era su modo de vida y subsistencia. Sólo con el ruido del motor reconocerían a sus bebés llamándolos y saldrían en su auxilio. Además, si lograba escapar con alguno de aquellos pesados vehículos, el dueño denunciaría su desaparición a primera hora. No le convenía tener a la policía persiguiéndola al volante de cualquiera de aquellos lentos y poco manejables cacharros.

Pero siempre se podía esconder al fondo de uno de ellos y esperar el momento adecuado para salir una vez lejos de Ian. Con total determinación Alice se encaminó hacia el camión que emitía el canto de sirena hacia su salvación. Una vez junto a él observó que la lluvia no había despejado del todo el olor a motor quemado. Este había forzado sus fuerzas hasta expirar su último aliento. El termostato, al estar la puerta abierta con la ayuda del asfixiante clima del exterior, le había estado exigiendo más potencia para mantener, sin lograrlo, la temperatura idónea de la cámara refrigeradora. El descuido le costaría una fortuna al caminero, pero a ella acababa de salvarle la vida. Sin más dilación Alice se adentró en el compartimento, oscuro como boca de lobo. El hedor a carne podrida era nauseabundo. Al parecer así de apestoso era el olor de la libertad. La textura de esta no era mejor. El suelo estaba pringoso, y se le pegaba a las manos y rodillas.

La escasa luz que se coló dentro del remolque antes de que Alice cerrara la puerta con ella dentro, le dejó ver a duras penas el interior. Nada espectacular o que resaltara. Sólo un montón de carne colgada de ganchos en tres hileras sujetas al techo. Las piezas estaban cuidadosamente envueltas en papel de filtro. Y Alice no pudo concretar si los cadáveres que estaban chorreando fluidos orgánicos sobre el suelo eran de vacuno, bovino u otra clase de animal. Erróneamente la chica decidió dejar su postura a cuatro patas, con la cual había subido al camión, para ponerse en pie. Resbalando, fue dando tumbos entre sacos de carne, hasta caer de rodillas justo antes de estamparse contra el fondo del contenedor. Abrazándose a la bamboleante última pieza de carne de la hilera del lateral izquierdo, Alice intentó levantarse, dando como resultado más de cinco caídas frustrantes que la dejaron en el suelo frotándose las rodillas doloridas.

“Bueno, da igual” se consoló la chica, asqueada hasta rozar las nauseas. Estaba empapada, ya no sólo de agua fluvial. Ahora estaba cubierta de sudor, barro, repugnante sangre y agua derretida de refrigeración. Además de estar segura de que se había torcido un tobillo y que a la mañana siguiente sus rodillas tendrían serias dificultades para mantener su peso, sin contar con un morado de impresión. En un esfuerzo por relajarse y acomodarse dejó salir lentamente todo el aire que contenían sus pulmones al tiempo que apoyaba la espalda contra la chapa que hacía de pared. Cuando el agua fría que chorreaba por esta al derretirse se le coló por la camiseta, erizando la piel de su espalda, maldijo dando un respingo y respirando sobresaltada. La bocanada de aire corrompido que dio, a punto estuvo de hacerla vomitar.

–¡Qué asco de vida! –gritó consciente de que nadie la oiría.

Tenía que estar en aquel agujero infesto y repugnante, teniendo pagada una cómoda habitación en la que “dormía” un manjar rubio. No, ella no podía estar allí, fresca, cómoda y seca, cobijada de la lluvia junto a Ian en la cama, oliendo su fragante y sutil loción para afeitado. Tenía que estar en ese apestoso camión, rodeada de carne podría, mojada y cubierta por pringosas sustancias repugnantes, con todo el cuerpo dolorido.

–¡Puta mierda! –blasfemó, dando un fuerte puñetazo al saco de carne que colgaba frente a ella y que para nada la ayudó a erguirse.

Como si la pieza se estuviera defendiendo se balanceó con violencia y la golpeó en el rostro, causando que su nariz sangrara por el impacto. Con las manos cubriendo su rostro Alice se vio tentada, por la soledad, el dolor y la oscuridad que la cobijaba, a echarse a llorar. Pero la frustración y el cansancio provocaron que se pusiera a reír histérica. Su risa se cortó de inmediato cuando algo le rozó el hombro. Asustada se encogió para volver a romper a reír cuando comprobó que era el saco de carne con malas pulgas que le había devuelto el golpe. Se mecía despacio por la inercia.

Alice alzó la mano sin mirar para detener el movimiento de su inanimado atacante. Soltó un gruñido de asco cuando sintió el tacto de la carne expuesta que colgaba fuera del precinto plástico. Estaba correosa, blanda y pringosa, como todo en aquel puñetero camión. Antes de dejarse guiar por el asco agarró la carne para tratar de apartar de una vez por todas de su lado. Pero para su horror, al fin había descubierto la naturaleza del contenido del saco.

Aterrada, despacio dejó que sus yemas se escurrieran por la superficie de lo que finalmente identificó como… una mano humana. De mujer, como le indicaron las pocas uñas largas que le quedaban a la muerta extremidad. Alice tragó saliva ruidosamente, en un intento fallido por detener las arcadas que al segundo la hicieron devolver las pocas patatas que habían sido su cena. Gateando se dispuso a salir de aquel infierno que sorprendentemente había superado al suyo propio en horror. No pudo evitar querer comprobar la magnitud de aquella aberración. De camino al exterior fue comprobando los sacos que se encontraban a su alcance. La mitad que se encontraba al fondo eran todos mujeres sin vida, el resto eran vacas comunes. Puestas allí seguramente como tentativa de tapadera si la autoridad le pedía al dueño del camión que abriera el remolque.

Llegó a la puerta y se dijo a sí misma con total seriedad que antes de paralizarse pensando en ese hallazgo tenía que abrir otro camión para ocultarse en él. Por aquellas mujeres ya no podía hacer nada, pero a ella aún le quedaba una posibilidad, si no se dejaba vencer por el espanto. Despegando sus manos del resbaladizo suelo, intentó alcanzar la mañilla interior de la puerta sin levantarse. No le hizo falta, ante ella la puerta se abrió sola. Dejando entrar el ruido de la lluvia, la luz de los rayos y el sonido de una maldición de boca de un hombre al que aún no veía. Aterrada reculó hasta la esquina que formaba la otra mitad de la puerta y el lateral de la caja de mercancías, rezando por que la oscuridad la protegiera de los ojos del carnicero.

Un descomunal hombre chorreando y maldiciendo subió cargado con un gran bulto al hombro. Lo dejó caer en el suelo de cualquier manera. Mientras que Alice intentaba contener la respiración y no moverse ni un milímetro, le vio bajarse y cerrar con mala leche el portón, encerrándola allí dentro. En cuanto le supo lejos la chica intentó infructuosamente abrir el portón, cerrado correctamente esta vez para su mala fortuna. Ofuscada como estaba golpeando la puerta, no presintió los pasos que se acercaban a ella. El hombre regresaba, se había pensado mejor lo de no colgar correctamente a su última víctima. En esta ocasión Alice no tuvo tiempo de esconderse. Únicamente pudo retirase a tiempo de la puerta para no caer directamente encima del hombre.

–¡Joder! –espetó el gigante desde abajo, con cara de sorpresa–. ¿Pero qué tenemos aquí? Un polizonte.

Con sibilina sonrisa la miraba intentar retroceder arrastrándose de culo, como había caído Alice de la impresión. El siniestro hombre la tomó por el tobillo y la arrastró hasta la puerta. Alice resbaló por la pringue del suelo. Tras darse un fuerte golpe en la cabeza al caer, quedó tendida boca arriba. El hombre riendo la tomó por la cadena de las esposas, obligándola a quedar sentada frente a él con las piernas colgando fuera del camión. Era tan grande que ni de aquella manera sus ojos quedaron a la misma altura.

–Vaya, vaya… –canturreó el hombre a través de su labio partido–. Pececito, creo que has salido de la sartén de aceite hirviendo para caer en las llamas –se burló de ella, zarandeándola por la unión de las esposas–. Te has equivocado de camión, nena.

“Venga, va… Esto es el colmo” se quejó mentalmente Alice, riéndose de su mala suerte. Al menos si se hubiera quedado en la habitación podía haber echado un buen polvo y habría tenido un tranquilo viaje con el guapísimo Ian, antes de llegar a una muerte rápida. Pero no, ella tenía que meterse en el camión de un sicópata asesino en serie. Pues ya estaba harta.

–Y tú te has equivocado de nena, chaval –le gruñó antes de arrearle un fuerte cabezazo en toda la cara al feo hombre que pretendía convertirla en ternera de primera.

Este retrocedió dolorido varios metros y Alice aprovechó para saltar del camión. “Genial” maldijo al caer contra el duro suelo. Su tobillo acababa, como poco, de partirse. Lanzó un grito agudo de dolor al cielo. Ya le daba todo igual, e incluso se alegraría si el propio Ian despertaba y salía a socorrerla, aunque sólo fuera momentáneamente, pues estaba totalmente convencido de entregarla a alguien que tampoco la dejaría mantener la cabeza sobre los hombros durante mucho tiempo. Esperaba que la puñetera niña por la cual estaba metida en ese embrollo viviera su vida a tope, pues que pudiera gozarla le iba a costar a Alice la suya propia.

El gigante asesino se acercó a ella, sonriendo y clavándole un único ojo sano y negro como el carbón en su maltratada anatomía. Un enorme puño tatuado se aproximó a ella a gran velocidad antes de que todo se volviera negro y desapareciera a su alrededor.

Cuando despertó, Alice estaba de pie. O al menos estaba… colgada de pie. Quiso gritar al ver que se encontraba anclada con las manos unidas sobre su cabeza, a la pared de una habitación idéntica a la suya. Pero no pudo hacerlo, tenía la boca fuertemente tapada con cinta adhesiva americana. Sentado al borde de la cama, el siniestro tuerto la miraba goloso. La había desnudado casi por completo. Sólo su ropa interior blanca la tapaba. Ahora además de las manos también tenía atados los tobillos.

–Hola preciosa. Soy Jack. Me encantaría preguntarte en qué trabajas, muñeca –le informó su captor mientras hacía girar con la mano derecha un cuchillo con la punta apoyada en su palma izquierda–. Pero tengo un vecino un tanto tocapelotas y sé que en cuanto te quite la mordaza gritarás. Aunque todos estos carnets falsos me dicen bastante de ti. –Dejando el cuchillo sobre la colcha, tomó la cartera de Alice y empezó a tirar sus tarjetas al suelo–. No eres una mujer decente. No, no, no lo eres. Tú como las otras pasarás a alimentar de forma nutritiva a las que sí lo son. Y a los hijos de los hombres dignos que levantan nuestro país con su esfuerzo. A eso es a lo que me dedico yo. Pronto podrás comprobar que no necesito de estas armas del demonio, de la cual estoy seguro tú sí has hecho uso –apostilló, sacando de la mochila de Alice su pistola–. Eres algo más alta que la anterior –comentó distraídamente mientras se agachaba a los pies de Alice–, así que me veo obligado a hacer esto –le explicó en voz baja–, para que no puedas tomar impulso. Clavaría otra estaca en la pared, más apropiada para tu estatura. Pero, como te dije, mi vecino es algo pesado con los ruidos.

Sin añadir nada más Jack le sujetó los tobillos, rodeándolos con su brazo izquierdo, mientras ella se resistía ferozmente a su amarre. Un lacerante dolor la paralizó al sentir cómo una filosa cuchilla le desgarraba ambos talones de Aquiles. A lo más que llegó Alice fue a darle un fuerte rodillazo antes de marearse sin llegar a desmayarse.

Como en sueños escuchó la voz de Ian llamándola furioso. Insultándola y preguntando dónde demonios se había metido. Pronto descubrió que no era un sueño. Era real. Atontada pues el macabro hombre que la acompañaba había estado golpeándola a puño limpio, y seguía haciéndolo, Alice logró concluir que estaba en la habitación contigua a la suya. El resonar de los golpes sordos de su cuerpo al rebotar contra la pared por los puñetazos del hombre la hizo recordar. Su ruidoso vecino no había estado teniendo sexo, había estado ablandando su mercancía. Desesperada intentó recuperar su total consciencia y gritar, golpeando con su propio cuerpo con fuerza contra la pared.

–Espera un momento, princesa –le susurró Jack al oído, parando su descarga de golpes–. ¿Ese es tu novio? –Ella asintió y él rió entusiasmado–. ¿Ha sido quien te ha esposado y puesto ese ojo así? –De nuevo Alice repitió su gesto afirmativo, esperando que el que su secuestrador creyera a Ian un celoso novio desquiciado le amedrentara. Pero ese no fue el efecto–. Ahora te parecerá un amor del que te arrepientes de haber huido. ¿Quieres que lo invitemos a la fiesta?

“Por supuestísimo, hazle pasar y te enterarás de lo que es un profesional del sector, capullo” pensó Alice a la vez que asentía.

–Pues sí que te has tomado a mal que te pusiera un ojo morado y te atara para que no te escaparas a hacer de las tuyas, putita –respondió él, tirándole del pelo–. Ese tipo empieza a caerme bien.

Guardó silencio y la dejó que siguiera chocándose ella misma contra la pareced. Mientras él se reía por lo bajo de ella y sus inútiles intentos de llamar la atención de Ian. De pronto un fuerte y seco impacto sonó en la otra habitación. Al parecer Ian había arreado una patada al pomo de la puerta cerrada con llave por Alice. Captor y rehén escucharon cómo el chico se marchaba en dirección a la recepción.

–Buen momento para tener unas palabras, belleza –le anunció–. Como grites… –Bueno, ya sabes lo que pasará si gritas. –Sin delicadeza alguna él le retiró con brusquedad la mordaza–. Ahora dime. ¿A qué te dedicas?

–No quieres saberlo, loco sicópata –le gruñó ella antes de escupirle, dando de llenó en su ojo ciego.

–Menudo carácter, nena –le dijo, recompensando su sinceridad con un corte de navaja en su mejilla–. ¿Eres su mujer? ¿Estás casada con él como Dios manda? –Ella se negó a responderle y por ello recibió otro corte en la cara–. Vamos… Sólo quiero saber si el muchacho recibirá un buen pellizco cobrando algún seguro, como recompensa por aguantarte, cuando desaparezcas. Pero, no sé por qué me da en la nariz que en tu trabajo no cuentas con seguro –le comentó, raspando con la punta de la navaja el tatuaje de su muñeca–. Dime en qué trabajas, muñeca. No me dejes con la curiosidad.

Nada más decir eso y ver su negativa a decir nada, el loco cíclope le asestó un puñetazo bajo las cotillas que la hizo escupir sangre. Alice dejó caer la cabeza mareada. Viéndola desvalida, el tipo bajó la guardia y se acercó a ella para levantarle la cara con claras intenciones de besarle la boca. “Error, colega.” Alice se enganchó a su labio inferior con el triple de fuerza que la vez que había atacado a Ian de ese modo. Jack la apretó entre su enorme cuerpo y la pared para obligarla a soltarle pues los puñetazos no surtían efecto. Aprovechando la mayor cercanía, Alice le golpeó con las rodillas en las pelotas, haciendo que se doblara por la mitad.

El hombre no sabía de qué estaba más sorprendido: si de la agilidad de Alice o de su fuerza, extraña en una mujer e impensable tras la paliza que ya le había propinado. Reuniendo la poca potencia que le quedaba, Alice impulsó su cuerpo hacia arriba usando de apoyo la espalda de él para elevarse sobre los codos y liberar las esposas del largo tornillo de acero en el que estaba colgada. Terminó encima de su secuestrador como un saco de cemento, sin dejar de pegarle con las rodillas en el pecho y los codos en la espalda. En un arrebato de ira él la tiró con violencia sobre la cama.

–¿Te haces una idea ya de cómo me gano la vida? –le gruñó, intentando golpearle con la frente de nuevo.

Jack la esquivó, le sostuvo las manos encadenadas sobre la cabeza y volvió a amordazarla con cinta aislante.

******************

En la recepción, cabreado, empapado y con los pies descalzos llenos de barro, Ian gritaba a pleno pulmón para que alguien saliera. Alice o John cualquiera le valía. Pero nadie apareció y no recibió respuesta alguna. Indignado entró por detrás del mostrador al apartamento personal del recepcionista. La tele resonaba bajita en el austero salón/comedor y la negra cabellera de John se vislumbraba por encima del respaldo de una mugrienta butaca roja de piel sintética. “Demasiado sueño para un adulto” bromeó funesto consigo mismo Ian. El hombre tenía que estar bien muerto. Después de las voces que había estado pegando en la recepción se habría despertado y salido para llamarle la atención sobre su desconsiderado comportamiento.

–Joder, Alice… –musitó alucinado–. Pues sí que estás segura de que el gran jefe te quiere muerta.

Tenía que estar totalmente convencida para haber matado a un inocente en su fuga. Aunque no sabía de qué le había podido servir a Alice el matar al recepcionista. Si hubiera estado fuera y al verla esposada hubiera intentado llamar a la policía… O si se hubiera llevado su coche… Pero no, le había dado muerte mientras el pobre veía tranquilamente la televisión y no faltaba ningún auto en ninguno de los aparcamientos. Él lo había comprobado ya. ¿Dónde narices estaba escondida entonces? ¿Se había arriesgado a andar por la autopista con las esposas puestas, campeando con aquel temporal? Alice estaba totalmente convencida de su inminente muerte, la desesperación la habría empujado a hacer cualquier cosa. Incluso a obligar a unos inocentes a refugiarla en su dormitorio a punta de pistola. Pero… si había conseguido eso, ¿por qué no exigir a quien fuera que le diera las llaves de su trasporte? Nada encajaba.

Con la esperanza de encontrar alguna pista sobre su paradero, Ian regresó a la habitación. Una vez allí recordó cómo había despertado. Ella le había cubierto con la fina colcha de la cama y le coló la mullida almohada bajo la cabeza antes de marcharse. A su lado había una nota, simple, concisa:

En mi vida he fallado un disparo. Hace dos días di a donde apuntaba. Suerte, Ian.

Ciertamente el detallito de las zapatillas había sido una putada. Pero ahora que comenzaba a preocuparse de que le hubiera pasado algo, le conmovió con qué mimo le había abandonado. Los golpes de su vecino a la pared le sacaron de su burbuja mental. Jurando que más tarde le daría un escarmiento al muy desgraciado, se marchó. Tenía que conseguir munición, una linterna y las llaves de su coche. En el maletero guardaba unas deportivas de repuesto.

Como Alice se había llevado la llave de su habitación secreta, tuvo que abrir la puerta de una patada. Una vez con todas sus necesarias pertenencias encima, recogió las zapatillas de su coche y se dirigió de nuevo al apartamento que había compartido con Alice. Una vez allí se cambió los empapados calcetines por unos secos y se calzó. De un segundo para otro le entró el pánico y las prisas por encontrarla. ¿Y si se había despeñado por ahí, en algún terraplén? Estaba oscuro a más no poder y las torrenciales aguas convertían el terreno en accidentado e impracticable. Antes de salir a buscarla metió las botellas de agua y los botes de refresco en una bolsa. Incluyo varias toallas limpias y el botiquín básico que encontró en el cuarto de baño. Se recordó que antes de subir al coche necesitaría entrar en la casa del recepcionista y encontrar el comprensor que tenía pensado solicitarle a la mañana siguiente para hinchar sus neumáticos.

Estaba a punto de salir por la puerta cuando sus oídos se vieron martilleados por otra sesión de ruidosos choques contra la pared. Esta vez no parecían algo ocasional, sino más bien intencionados. Como si a “Cara cortada” le hubieran quedado ganas y fuerzas para molestarle simplemente por el gusto de hacerlo, habiendo despachado ya a la prostituta. Harto, cansado, encabronado y, ¿por qué no decirlo?, asustado por la posible suerte que hubiera corrido Alice fuera de su alcance, se decidió a tomar cartas en el asunto. Ahora su pistola estaba convenientemente cargada. No sentiría ningún remordimiento por cargarse al bastardo, y con el recepcionista muerto tampoco se sentiría culpable de buscarle al hombre un buen lío si dejaba un cadáver en una de sus habitaciones.

**********************

La débil consciencia de Alice se fue fortaleciendo gracias al dolor que le estaba causando su torturador, hurgándole en la herida que él mismo le había ocasionado en ambos pies. Los párpados le pesaban, impidiendo que los abriera, y por un momento creyó que el bastardo se los había cosido. Pero no, pues muy despacio consiguió separarlos. Totalmente aturdida y sin que su cuerpo le respondiera, trató de hacer memoria.

Ella y Jack lucharon hasta caer rodando de la cama. Una vez en el suelo, logró hacerse con el cuchillo que Jack había dejado caer con el forcejeo. Él se abalanzó sobre Alice y ella se lo clavó en el pecho. Este cayó sobre ella a plomo y en ese preciso instante Alice comenzó a golpear con la parte de atrás de la cabeza contra la pared para que Ian la escuchara. Pues sus manos, y toda ella, habían quedado sepultadas bajo el cuerpo de Jack. Lo creyó muerto. Pero al parecer se equivocaba. La parte en la que Ian entraba tirando abajo la puerta y la encontraba antes de que se desmayara tenía que haber sido un sueño. O no. Quizás eso había pasado de verdad, y Jack se lo había cargado. “No, imposible” descartó rápidamente Alice. Era inconcebible pillar a Ian en semejante renuncio.

Cuando el martirio se trasladó a su pie izquierdo para dar descanso al derecho, Alice ya estaba muy cerca de la plena consciencia. Horrorizada comprobó, aún sin poder moverse, que se encontraba en una habitación distinta. Jack se la había llevado a otro hotel. Sí, ahora no le quedaban dudas. Ian estaba muerto. Con un ápice de vida no lo hubiera permitido. Pues ella estaba segurísima de que no había sido un sueño, le había visto entrar en la habitación. No supo qué le desesperó más o cuál fue el motivo vencedor de hacer salir sus lágrimas. Así que de nuevo estaba sola con aquel ser, sin ya fuerzas para presentar batalla, o la certeza de que Ian había muerto en balde.

–¿Alice? ¿Estás despierta? Aguanta un poco más. Trata de no moverte. Ya estoy terminando.

Reconocer esa voz sí que la hizo llorar de verdad. De puro alivio y consuelo. Con dificultad alzó la cara de las almohadas, estaba tendida de costado y la voz provenía de su espalda, así que tuvo que mirar por encima de su hombro para comprobar que su imaginación no la estaba jugando una mala pasada. Suspirando sonoramente, Alice se dejó caer contra los cojines de nuevo, para seguir llorando, desahogada. No la estaban torturando, le estaban cosiendo los cortes.

–Está bien, Ian, tú ganas. Llévame a casa.

********************

Tres días después, Alice despertaba de la mejor manera imaginable. Sintiendo el peso del cuerpo de Ian ligeramente apoyado sobre el suyo, mientras comenzaba a besarla lentamente. Una de sus fuertes manos jugueteaba bajo las sábanas con el elástico de sus braguitas y la espalda de Alice se arqueaba en respuesta. Él no la llevó de vuelta. Los instintos y deseos que habían nacido en Ian le instaban a no fiarse de las intenciones de su jefe y le habían rogado mantener muy lejos a Alice de él. Se había vuelto loco. Pero… No le quedaba más remedio. No hay nada más difícil que intentar negarse algo a sí mismo teniéndolo al alcance de la mano. Así que ahora los dos corrían en dirección contraria a su jefe, juntos.

Alice llevó sus manos al potente trasero de él. Aunque convaleciente no había perdido ni un minuto de tiempo, para saborearle como llevaba años soñando hacerlo, desde que Ian le dejara claras sus intenciones de huir con ella.

–Jamás me cansaré de este culo –le murmuró sin apartarse de sus labios ni abrir los ojos–. Ni de esta cintura.

Siguió enumerando mientras sus manos ascendían por la espalda del chico. Deseosa de más, llegó a su cuello y de ahí subió a su nuca. Sus desesperadas caricias se volvieron indecisas, al no notar los sedosos mechones de pelo rubio que ya debían estar haciendo cosquillas en sus dedos. Confusa le pasó ambas manos a la cara. Justo al tiempo que él se separaba de ella para ver el motivo de que su beso se hubiera teñido de dudas, ella palpó algo en el rostro de él. Una cicatriz enorme.

Espantada por lo que sus ojos veían ante ella, retrocedió con dificultad hasta quedar sentada contra el cabecero de la cama.

–No irás a hacerte la estrecha conmigo ahora, putita. Qué ingenua fuiste al pensar que te sería tan fácil acabar conmigo. No sé si aún no te has dado cuenta de que no soy el tipo de encargo habitual.

Jack. Su único ojo sano la miraba con un brillo fantasmagórico que la hizo gritar de temor. Tenía la cara ensangrentada pero sin herida alguna. Y con su retorcida boca le regalaba una sonrisa que haría manchar los pantalones al mismísimo demonio. Frenéticamente Alice extendió su mano para palpar el lado de la cama donde Ian debía de estar. Y estaba. Pero no reaccionaba. Giró la cara rápidamente para mirarle, cubierto por la sábana calada de sangre hasta la coronilla. La rabia y el miedo la consumieron por completo.

–A ver si te enteras de una vez de que… ¡¡NO SOY UNA PROSTITUTA!! –bramó al tiempo que comenzaba a lanzar enérgicas y fuertes patas al pecho del sicópata.

Este perdió el equilibrio y acabó en el suelo. Alice se sorprendió al ver la facilidad con la que se levantaba sola de la cama. Para emprenderla a patadas de nuevo con Jack. En aquellos tres días, Ian, había tenido que asistirla para cualquier cosa que pretendiera hacer e incluso había robado una silla de ruedas de un hospital para llevarla.

–¡Muere de una puta vez, bastardo! –le gritaba sin cesar, pero él no paró de reírse hasta que la tuvo bien sujeta por los brazos, impidiendo que siguiera defendiéndose.

–¡Alice, estate quieta!

Estaba loco de verdad, más incluso de lo que ella pensaba, si creía que se rendiría sin más. Ahora Ian estaba muerto y no por su culpa, sino por la insistencia de aquel maniático a seguir respirando. De este asalto, Jack, no se iba a librar tan fácilmente. Ya podía hacerse el muerto, que ella seguiría apaleándole hasta que la moqueta beis del suelo se tiñera de rosa con sus sesos.

–¡Alice para!

–No.

–Alice para o te saltarás los puntos… Y a mí me sacarás los riñones por la boca.

–Eso pretendo.

–¡ALICE, DESPIERTA YA!

Como un resorte, Alice se incorporó sudorosa y jadeando. Los fuertes brazos desnudos de Ian la estaban rodeando por la cintura atrapando los suyos. Las piernas le dolían a rabiar y la parte de las sábanas donde descansaban sus talones estaba manchada de sangre. Tras volverse y comprobar que Ian estaba intacto, logró convencerse a sí misma de que todo había sido una pesadilla, y se recostó sobre él.

*************

Daniel llevaba cinco años en el cuerpo de policías. Estaba casado con una linda japonesa y tenía tres hijos. Era lunes por la mañana y cumplía con sus obligaciones laborales parando un coche cada cierto tiempo en la carretera para pedirle a sus ocupantes la documentación. Nada de riesgo, nada emocionante. Puro control rutinario. Paraba a cada uno de cinco vehículos que pasaban por delante de él. Y el quinto de su última tanda se acercaba lentamente a su posición.

–Buenos días, caballero. Documentación, por favor.


El coche en cuestión no tenía nada de particular. Audi negro último modelo. Y tampoco sus ocupantes, una pareja joven, un chico y una chica. Ambos de pelo corto y negro.

–Aquí tiene, agente.

El chico le entregó su carnet de identidad, el permiso de conducir y la carpeta con los papeles del coche. Estaba todo en regla. Al dárselo, Daniel no pudo evitar fijarse en su tatuaje. Una estrella con un símbolo japonés en la muñeca. “La gente no debería fiarse de lo que les digan sus tatuadores” se burló interiormente. Desde que empezara su noviazgo con su esposa, Daniel, se había aficionado a la escritura japonesa y al significado de sus grafismos. La gente alucinaría en colores si supiera lo que decían sus tatuajes realmente. Había visto de todo: carril rápido, lechuga diminuta e incluso una vez vio una mujer que llevaba tatuado el nombre de un hipermercado muy famoso en Japón.

–La suya también, señorita.

La chica se alzó sobre el conductor para darle ella misma el carnet. Daniel tuvo que reprimir una carcajada al ver que tenía un tatuaje gemelo al de su novio en el mismo sitio. La muchacha querría morirse si algún día descubría lo que de verdad llevaba escrito en la muñeca. Seguramente que los muy pardillos tortolitos creían que llevaban alguna cursilada en plan: amor eterno o unidos para siempre. Pero Daniel no pretendía ser el despiadado que les jorobara lo que seguro era una escapadita romántica. Les devolvió los papeles y los dejó marchar en su feliz ignorancia.

**************

–Trabajaremos por nuestra cuenta. ¿Qué te parece? –anunció Ian decidido, tras dejar atrás al policía de tráfico.

–Me gustas más de rubio –le informó Alice a Ian, revolviéndole el pelo cariñosamente, mostrando su poco interés por hablar del tema.

–Y a mí tu pelo largo. Pero… tendremos que aguantarnos. Espera, ¿qué quieres decir? ¿No estoy guapo así? –le exigió Ian, poniendo un gesto de indignación.

–No estás mal –fingió Alice no estar muy convencida–. Destaca más tus ojos. Pero me gustas más al natural.

–Buena respuesta –la felicitó, antes de pasarle la carpeta con los papeles del coche que había dejado sobre el salpicadero–. Guarda esto en la guantera, por favor.

Alice le obedeció con una enorme sonrisa en el rostro. Esta desapareció lentamente cuando ella, al ir a incorporarse, se quedó como congelada con una mirada de espanto puesta en el retrovisor de su lado. Ian la vio agachada, a medio camino de volver a ponerse recta en el asiento. Petrificada, su rostro había perdido todo color.

–Alice… –la llamó sin obtener respuesta–. Alice, ¿te encuentras bien?

Muy despacio sin abrir la boca, Alice se irguió girándose lentamente para mirar por la luna trasera. Su cabeza no daba crédito a lo que sus ojos veían. Se volvió muy despacio hasta quedar mirando a su derecha, con la vista había seguido a un camión que ahora se encontraba peligrosamente cerca de su vehículo. Ventanilla con ventanilla, junto a su puerta.

–Ian, dime que no ves lo mismo que yo. Por favor –susurró con apenas un hilo de voz.

–¿El qué? Alice. ¿Qué…? –Un bocinazo sonó atrayendo la atención del chico, que en seguida comprendió a qué se refería–. Siento no poder complacerte, Alice. Pero veo lo mismo que tú. Tranquila –le dijo, soltando la palanca de cambios para tomarla de la mano–. Ahora somos dos.

Desde el asiento del conductor, en lo alto de la cabina. Dos ojos, uno negro y otro totalmente blanco les miraba. Brillando con una sonrisa que nacía de unos labios retorcidos por una enorme cicatriz. Jack, les saludaba simpático con la mano al tiempo que volvía a tocar la bocina de su camión refrigerador.

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–¿Y qué era lo que llevaban tatuado los dos chicos en la muñeca? –le preguntó su mujer a Daniel, cansada de que la batallita de este se alargara demasiado para dar más emoción a su aburrido trabajo.

–No te lo vas a creer –le aseguró él, tomando un trago de cerveza–. Al chico puede que incluso le hiciera ilusión saber que llevaba escrito eso, en lugar de la mariconada que de seguro cree que significa. Pero a la chica…

–Daniel… –le advirtió su mujer en tono cansado–. Desembucha antes de que pierda el poco interés que tengo en seguir escuchándote.

–Sicario –dijo él, dando un tono siniestro a la palabra, y ella le miró sin terminar de entender–. Iban marcados como: asesinos a sueldo.


FIN

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NOTA: obra registrada en el registro de propiedad intelecutal de safe creative numero: 1011137838724

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