lunes, 27 de mayo de 2013

"MONSTRUO. LOS ORÍGENES DE KIRA Y MARCUS" RELATO DE MONTY BROX

(Publicado el 31/07/11)

Para compensar el retraso de capítulos en el foro os traigo un relato que hace tiempo escribí. Se trata de “Monstruo. Los orígenes de Kira y Marcus”. Confió en que de este modo se os haga algo más llevadera la espera. Además por si no lo recordáis, no lo habéis leído o queréis releer el primer relato os dejo el enlace directo a este, solo tenéis que pinchar sobre el título. "La nochebuena de Marcus y Kira" Espero que os guste y no os cortéis a la hora de comentar, lo estoy deseando XD.

OXOX





Monstruo”, la cruel palabra resonaba en los oídos y en la mente de Kira como un trueno ensordecedor. El pueblo había hablado. La muchedumbre enfurecida se había pronunciado. Y ese era el calificativo que habían elegido para referirse y condenar a su amado y por ende tanto a ella como a toda su familia. “Monstruo” pensó e intentó reír amargamente, pero sólo logró esbozar una triste sonrisa con un lado de su boca. Pues el otro estaba tan amoratado e hinchado por los golpes que ninguna orden de su cerebro era ejecutada. Además el frío aturdidor de la nieve que yacía bajo todo su cuerpo desnudo se había filtrado en ella adormeciendo y congelando cada célula de su ser. Pero no era lo peor de todo. La gélida temperatura anestesiaba el dolor de los cortes y las contusiones. Tampoco lo era que, aun pareciendo estar sola con su desdicha, un par de docenas de campesinos escondidos entre las sobras de los altos árboles la estaban contemplando impasibles mientras moría, desnuda desangrándose lentamente sobre la nieve. No, lo peor de todo era el cansancio y la extenuación que le impedían gritar. Agotada y debilitada por las horas de tortura, el frío y el dolor, era incapaz de pronunciar una sola palabra que alertara a su amado “monstruo” de la emboscada que la “inocente” gente de sus tierras le había preparado, con ella como cebo.

Aquel por el que Kira estaba padeciendo el mayor tormento de su corta vida había aparecido en esta hacía unos tres meses. Unos noventa días, los cuales habían sido los mejores que podía recordar la joven muchacha. Marcus hizo incursión en su hastiada existencia esa misma Navidad, como un comerciante de lujo que trabajaba para las más altas cortes, cargado de carísimos vestidos y demás golosinas. Ofreciendo a su tirano padre las mismas mercancías que a la propia emperatriz Sisi. Ella había observado en silencio y secreto anhelo las majestuosas telas y los refinados complementos. Sabía que no debía compartir sus ensoñaciones sobre poseer nada de lo que el moreno vendedor exponía con gracia a su familia. No sólo era infructuoso, también era contraproducente. Los años le habían enseñado a la joven chica de rizados cabellos de oro que a su padre le irritaba hasta el más débil sonido emitido por su voz. Hubiera sido una necedad, conociendo esto, interrumpirle con sus pensamientos mientras contemplaba con deleite todo lo que pretendía adquirir para el ajuar de su hermana mayor, la única en la casa para la que su padre tenía ojos y oídos. La única que había logrado un pretendiente con un título lo suficientemente importante para elevar la casta de su casa. Y no fue hasta que Misa logró eso, por puro accidente del azar, que se convirtió en un ruiseñor que alegraba las mañanas de su tirano padre. Antes de eso ambas hermanas eran igualmente degradadas a meros adornos en las fiestas y gastos inútiles de mantener en los días ordinarios.

Pero allí estaba Marcus, elegante como los príncipes de cuento, sonriéndole a escondidas cada vez que captaba que alguna muestra le llamaba la atención. Haciéndola participe de la exhibición, a pesar de las claras señales de su padre de que erraba al tenerla en mínima consideración. Al moreno de intensísimos ojos azules parecía darle igual, y simulaba no percatarse de los descarados desdeños del señor de la casa hacia la menor de sus hijas. Los nobles podían ser tan innobles, más aún con sus supuestos seres queridos más indefensos.

Pero a ojos del mercader el mérito de la joven era lo más valioso del lugar, pues no se la veía afectada por esa falta de estima o atención. Era como si simplemente la aceptase y asumiera con total resignación. Con una tolerancia de la cual, se adivinaba, carecía absolutamente su progenitor. Hacía tiempo que nada impresionaba a Marcus tanto como lo hicieron las maneras de Kira tratando de ocultar el interés que delataba el cegador brillo de sus verdes ojos. El trabajo de contención y la fuerza de voluntad de aquella chica debían de ser titánicos para lograr disimular lo desesperada que estaba su alma por poseer el más insignificante de los objetos que se paseaban ante ella. Sin embargo lograba lucir como alguien totalmente desapasionado. Marcus sabía que de seguir así, encerrada en aquella fría jaula de oro y sin el menor estimulo, aquella florecilla no tardaría en ser realmente tan desapasionada y muerta por dentro como ahora aparentaba estar.

Él no supo por qué, si por aburrimiento o por pena, pero su mente había decidido intervenir en la anunciada muerte del alma de la muchacha, la cual sólo era cuestión de tiempo. Se juró a sí mismo que sólo sería un divertimento, que nada más le movía, y que cuando se aburriera partiría del lugar sin volver la vista atrás. No pasaron ni dos semanas cuando descubrió que mentirse a sí mismo era más complicado de lo que creía. Los siglos de existencia podrían formar una capa de hielo sobre su persona, pero acercarse al candor conllevaba riesgos sobre esa cobertura que no debería haber menospreciado. Comenzar a sentir después de tanto tiempo…

Su primer gesto fue un detalle nimio, infantil y sin importancia. Usando los pasadizos secretos, que habían sido construidos tiempo atrás y él conocía a la perfección de visitas en tiempos pasados, Marcus se adentró en las entrañas del hogar hasta la alcoba de Kira. Su intención era depositar su presente, una cajita de música que ella había contemplado con destacado embelesamiento, en su tocador y marcharse. Pero la visión del refulgir de los dorados cabellos de Kira por las llamas del fuego que caldeaban sus aposentos, le hipnotizaron. Y pasó prácticamente toda la noche deleitándose en el danzar de las luces y sombras sobre la porcelana de su cuello y rostro. Sólo la cercanía del mortal amanecer fue suficiente amenaza para apartarle del tentador lecho de la muchacha. Pero no tardaría en regresar, a hurtadillas. Al menos no se retrasaría más que lo que tardase el cruel astro rey en retirarse. Siendo así como su programada estancia de diez días en ese pueblo comenzó a alargarse sin remedio, y las consecuencias de decidir con cada atardecer quedarse “sólo una noche más” pronto se hicieron notorias. No sólo para Marcus o la propia Kira, también para el populacho de la zona.

Ella era más feliz, él se sentía vivo de nuevo y por un tiempo la noche ocultó sus secretas visitas. En los comienzos sólo el moreno caballero disfrutaba de sus incursiones, pues la bella durmiente permanecía como tal. Hasta que comenzó a extralimitarse en sus regalos y preocupaciones. Kira primero sospechó que el obsequio era de su padre. Una sutil manera de comunicarle su limitado afecto. Pero las reiteradas apariciones de presentes sobre su mesita o los leños añadidos a la lumbre de su hogar la hicieron sospechar que tantas atenciones jamás vendrían de una persona como la que le había dado la vida. Por ello una noche se empecinó en quedarse despierta, fingiendo no estarlo, para descubrir quién la agasajaba desde el anonimato de las sombras de la noche. La falta de sobresalto y miedo de Kira al descubrir a Marcus en la intimidad de su alcoba sorprendió a ambos de manera más que grata. Sin razones para seguir guardando silencio, los dos extraños dejaron de serlo con una naturalidad inusitada. Las charlas insustanciales dieron paso a las conversaciones profundas, y el desnudar sus almas irremediablemente terminó llevándolos a desvestir sus cuerpos. Marcus se apoderó de la tierna flor de la pureza de Kira con extrema suavidad y ella no lamentó nunca entregársela, aunque sus palabras jamás conjuraran promesas de futuro, ni sus atenciones se dieran más allá de su dormitorio y su cama.

El fatídico amanecer que dio comienzo al día en que la sangre de Kira sería derramada por las gentes del pueblo sobre la nieve, empezó tan agradable como todas las anteriores. Cuando el espacio que solía ocupar el cincelado cuerpo de su amante secreto se enfrió, Kira despertó, rezongando plenamente feliz, restregando la cara contra la tela de la almohada que aún conservaba el exquisito aroma de Marcus. Un tronco había sido añadido recientemente a las llamas de la chimenea, que crepitaban cantarinas acompañando al suave cantar de un pájaro vespertino que anunciaba la salida del sol. La dorada piel de Marcus no podía ser tocada por sus rayos, él se lo había dicho, queriendo saber después por qué esa confesión no despertaba ninguna intriga o sospecha en su niña de cabellos dorados y ojos verdes. Kira se encogió de hombros. ¿Qué podía importarle las taras de Marcus fuera de los muros de su casa? Ella sólo le poseía allí, y eso era todo lo que necesitaba saber.

Mientras rezongaba bajo las mantas, rememorando las recientes horas pasadas, el rugir de cristales rotos y el vocerío de gente llegó hasta su alcoba asustándola. Una cuadrilla de enfurecidos campesinos, antorcha en mano, irrumpió violentamente en su cuarto. Kira profirió un grito ahogado y a la carrera trató de ocultarse bajo su cama. Fue inútil. Unas enormes manos callosas se ciñeron a sus delgados tobillos como garras rasposas. Tiraron de ella arrastrándola por el suelo. Tiempo atrás Kira no hubiera presentado batalla. Hubiera sido sumisa para que sus agresores no se cebaran con ella y hubiera rogado por que todo terminara pronto. Su vida era en sí una pequeña muerte constante con total falta de estímulos. Pero aquello había cambiado. Su mundo era más grande, más real y tan profundo, como el mar que portaba Marcus en sus ojos. Él le había mostrado que había algo más, algo por lo que merecía la pena seguir viva y luchar. Por ello su recuerdo encendió el cuerpo de la chica como si estuviera en llamas, instándola a retorcerse, patalear, morder, arañar y chillar con toda su alma. Cuatro nudillos, un solo puño, un solo golpe y la inferioridad de sus fuerzas quedó latente, dejándola caer sobre la cama de espaldas. El sudoroso hombre, en el cual el olor a vino barato era tan fuerte que hacía imposible que fueran reminiscencias de la noche pasada, se subió sobre ella a horcajadas. Sujetándola las muñecas con una sola mano sobre la cabeza pegó sus pestilentes labios a su oreja.

-¿Dónde se esconde?

-¿Quién? -sollozó Kira, retirando la cara para que el hedor no la hiciera vomitar.

-¡De sobra sabes quién, fulana del demonio!

El hombre la abofeteó y agarró por la cara, oprimiéndole los labios con tanta fuerza que ella temió que se le saltaran los dientes. La furia, entremezclada con el alcohol y el miedo, en los ojos de aquel hombre la advirtieron de que no era un insulto al azar. Con la cara iracunda de aquel bestia como única visión, Kira le sostuvo la mirada de manera desafiante. Mientras los ruidos del indecente registro de sus enseres, llevado a cabo por los otros tres tipos, le insuflaban fuerza haciéndole hervir la sangre. Un quinto hombre apareció en el quicio de la puerta, por el cual arrojó sin ningún miramiento a Dorotea, la joven doncella de Kira. La muchacha cayó de rodillas al suelo, cubriéndose con las manos su sollozante rostro.

-¿Es esta? ¿Es ella la ramera de Lucifer? -le preguntó su captor a Dorotea, tirándola hacia atrás de su morena melena.

-No lo sé, señor -sollozó entre hipos la doncella.

-¿No es ella, quien recibe visitas siempre de madrugada de un varón?

-No lo sé -mintió tartamudeando con los ojos llenos de lágrimas clavados en su señora.

Sin más oportunidades para hablar, Dorotea recibió un rodillazo en la mandíbula enviándola directamente al suelo de uno de los hombres que efectuaba el registro.

-Haz pasar a tu mujer, Anthony -ordenó el agresor.

El aludido asintió con fuerza y salió al pasillo. Cuando regresó lo hacía tirando del brazo de Helena. Otra de las muchachas al servicio de la familia de Kira. Esta entró resistiéndose y renegando de su esposo, quien la forzaba a pasar a la alcoba. Por sus refunfuños se entendía que no quería verse más implicada en aquello de lo que ya lo estaba. Le recordaba a su marido que su labor sólo era informarles y lograr que ellos entraran a la casa. No quería verse descubierta por su ama. Él la tranquilizó con crueldad: donde terminaría Kira no tendría a quien denunciarla.

-¿Es ella? -le preguntó Anthony.

Helena sólo asintió con la cabeza y de un tirón se soltó del agarre poco cuidadoso de su pareja para salir corriendo al pasillo.

-¡¡Eres una ramera, Helena!! -gritó abrasándose la garganta Kira.

Ella sabía por qué esa chica había dicho lo que fuera que hubiera hecho que aquellos hombres estuvieran allí. Helena había cortejado descaradamente a Marcus. Tan descaradamente, por otra parte, como él la había ignorado. Otro fuerte puñetazo fue el coste de su insulto. Nublándole en parte el conocimiento y la razón con el impacto. A través de la penumbra que habita entre la consciencia y la inconsciencia Kira escuchó lamentos y gritos de auxilio escapando por boca de todos sus familiares y sirvientes. La desorientación no era lo suficientemente espesa para ocultarle a sus sentidos que estaba siendo llevada sobre el hombro del hombre que ordenó que prendieran fuego a su hogar.




Lo siguiente que sus ojos vieron fueron las roídas maderas de lo que parecía ser una cabaña de bosque. Hacía frío y sólo iba cubierta con su largo camisón de fino algodón. Suerte que había decidido ponérselo de nuevo tras amar, por la que pensó sería la última vez, a Marcus. O nada la taparía ahora, aunque al despertar por la impresión de un cubo de agua cayendo sobre ella de poco le sirvió la prenda, que en ese momento se pegaba a su anatomía de manera impúdica. Un lacerante dolor en los músculos de sus brazos y sus muñecas la instó a mirar hacia arriba. Estaba colgada de una de las vigas y frente a ella sus captores sonreían victoriosos mostrando sus melladas y negruzcas dentaduras. Poco tardaron los hombres en emprender su tarea encomendada al saberla consciente. Las preguntas se sucedían una tras otra, interrumpidas por toscos y vergonzantes insultos, remarcadas por fuertes y violentas agresiones físicas hacia Kira.

¿Dónde duerme el monstruo? ¿Dónde se esconde del sol? ¿Qué poderes le había concedido el mismísimo Satanás? Y tantas otras preguntas que no tuvieron sentido alguno para Kira. Según Marcus, se hospedaba en una buena pensión, pero quienes le buscaban ya habían comprobado ese lugar en el cual él decía dormir. Allí no había nada, salvo la mercancía con la que comerciaba. Los hombres culpaban al moreno mercader de una plaga que asolaba los establos de caballos y que hacía enfermar a los hombres que cuidaban el ganado. Incluso le atribuían la muerte de varios presos, hallados muertos en los calabozos. Se basaban en muchas y extravagantes creencias, que habían visto plasmadas en él y su comportamiento, para condenarlo como un Nosferatum. Un no muerto, un vampiro.

-Te ha follado un maldito chupa sangres -se compadeció falsamente Anthony de ella-. Ahora que sabes la verdad, dinos dónde está. Y nosotros llamaremos al padre Carmelo para que él pueda salvar tu alma.

-Quieres encontrarlo para matarle, ¿verdad? -le respondió ella sin pizca de remordimiento o miedo por lo que acababa de descubrir-. Si yo no hablo, no podréis hacerlo. Si tuvieras otra alternativa no hubieras profanado mi casa.

-Y matado a toda tu familia, zorra -añadió el otro hombre que parecía estar al mando, al comprender que Kira seguiría venerando a aquel ser maligno de todos modos.

Más palizas, más torturas, más ensañamiento por parte de aquellos brutos que se asqueaban en los últimos momentos hasta de tener que tocarla. Les repugnaba el convencimiento con el que amaba la chica al maligno, salvaguardando el emplazamiento de su guarida incluso por encima de su vida y su agonía. Pero ella nunca les habría dicho nada, aunque lo hubiera sabido. Los hombres no tenían fundamentos reales para sus acusaciones y, aunque fuera de ese modo, según ellos Marcus no había sesgado la vida de ningún inocente. Si acaso había salvado la suya de perecer bajo el frío trato que esta le había dado siempre. Sólo se suponía había matado algunos animales y algunos criminales. Quienes la retenían a ella habían hecho mayor mal en unas horas que todo lo que se le atribuía a él. Por ello Kira guardó silencio y puso todo su empeño en no gritar de dolor. Ellos parecían acrecentarse con eso.

Rota como una muñeca de trapo desmadejada en el suelo, con el dolor de sus huesos rotos, su piel cortada y los órganos dañados, Kira esperaba la cálida recepción que la muerte le tenía preparada. Pero antes de poder deleitarse con esa lúgubre paz, los hombres del pueblo tenían para ella una última misión que realizar. Puesto que no habían logrado ni una palabra de Kira que les llevase hasta el demonio que decían que era Marcus, la usarían para atraerle hasta ellos cuando cayera la noche. Sólo esperaban y rezaban por que el sanguinario chupóptero sin alma profesara por ella una milésima parte de la lealtad que la chica había demostrado tenerle.

Mientras uno de ellos la sostenía en pie, pues por voluntad propia le hubiera sido imposible, otro se inclinó frente a ella y con un cuchillo de caza rasgó por la mitad su camisola. Le arrancó las prendas interiores, sin un mínimo de cuidado en sus movimientos para no provocarle más dolor sobre las heridas ya infligidas en su cuerpo, lacerado y ablandado por los golpes. Una vez completamente desnuda uno de ellos cargó con la muchacha sobre su hombro como un saco de patatas hasta el exterior. El grupo avanzó por el bosque hasta llegar a un claro. En él fue arrojada Kira, quien se despabiló un poco cuando una fina cuchilla rasgó su piel y sus venas de las muñecas, las corvas de las rodillas y los tobillos. El murmurio de voces susurradas se fue apagando a su alrededor. El crujir de la nieve bajo las pisadas de la gente alejándose de ella le indicaban que la dejaban sola, pero no del todo. Las ramas de los árboles chascaban, señalando que alguien se estaba acomodando para esconderse entre ellas.

Bajo los últimos rayos del sol y la suave y gélida brisa que arrastraba moléculas de hielo sobre ella, Kira aguardó. Su sangre cada vez se derramaba con más lentitud sobre la blanca nieve, pues se estaba coagulando por el frío. Con los primeros brillos de la luna, el rojo escarlata se volvió negro a la vista, sentido ausente ya en Kira, pues apenas sostenía un hilo de vida. Sólo lograba captar los sucesos de su alrededor por los sonidos que le llegaban, como la letanía de otro plano existencial cercano al suyo.

Se estaba muriendo, ya estaba muerta. Y la luz de las puertas del cielo empezaba a golpear sus amoratados e hinchados párpados. La claridad era anaranjada y refulgía un candor similar a la del fuego. Un ángel la llamaba por su nombre, esperando contestación. Pero ella no podía pronunciar palabra con su reseca garganta y sus labios partidos. El ángel cortó su llamado en seco. Ruido de pisadas apresuradas, gritos de hombres lanzándose a la batalla, chasquidos de huesos quebrándose a su alrededor. Bramidos, llantos de agonía, dolor y terror. Kira sentía que su último aliento estaba cercano y creía estar descendiendo a los infiernos. De ahí suponía que procedían todos esos espantosos lamentos. Por eso debía ser que el ser celestial había dejado de llamarla, le habían informado que el alma de la muchacha estaba destinada a arder con la escoria de la humanidad. Finalmente sus asesinos habían tenido razón. Amaba a un ser maldito, y por ende ella estaba condenada. “Mejor” pensó Kira. Si los dos estaban sentenciados a vagar en el inframundo sólo tenía que sentarse a esperar en las puertas de este. Tarde o temprano su amor pasaría por allí.

-Kira -volvieron a llamarla con premura agónica-. Kira, perdóname. Lo siento. Tienes que beber.

La voz, la voz había vuelto. Y no era la de un ángel, sino la de su ángel. No podía verlo. Pues no podía reunir la fuerza necesaria para elevar sus párpados. Pero podía oírle, sentirle, olerle. Una cálida humedad se posó sobre los labios de ella, forzados por unos cuidadosos dedos a ser abiertos. Un espeso, templado y salino fluido se resbaló sobre su lengua, bajando lentamente por su garganta. Llenándola, encendiéndola, curándola. Las fuerzas renovadas que el líquido había depositado en ella le permitieron entreabrir los ojos. Una muñeca estaba siendo oprimida contra su boca. La habían levantado del frío suelo y estaba reposada sobre el más cálido de los mármoles que algún día fueron cincelados para dar vida a un hermoso torso. Tras ella, alguien apoyaba la barbilla en su hombro, muy cerca de su cuello. Un sedoso pelo la hacía cosquillas en la mejilla. Kira intentó girar la cara pero no estaba tan recuperada como para hacerlo del todo. Por el rabillo del ojo vio el más negro azabache y unos mullidos labios masculinos de color rosa pálido. Hasta estos habían llegado unas lágrimas y su dueño se las lamía.

-¿Marcus? -ronqueó ella, aparatándose de la boca la piel sangrante de la muñeca que la alimentaba.

-Sí, niña -le contentó acariciándola lentamente la cara con los nudillos-. Sigue bebiendo, por favor. Sé que estás confusa. Yo te lo explicaré todo cuando estés mejor.

-No lo estoy. No importa lo que seas -dijo con la vista perdida al frente, manteniendo un poco alejada la herida de él de su boca-. Me da igual lo que tenga que hacer para permanecer contigo. Y me da igual lo que hayas hecho para llegar hasta mí. Tú no eres el monstruo, Marcus, y ellos -señaló al frente con la cabeza- jamás lo volverán a ser.






Con esas últimas palabras Kira se llevó de nuevo la fuente de su recuperación a los labios. Bebió lentamente y con cariño de lo que su ángel le ofrecía, mientras él la acunaba en su pecho desnudo, pues había usado su camisa y su abrigo para taparla a ella. Lamentaba la muerte de su hermana y su madre, no la merecían. Su padre le era indiferente y los demás… la pira de cuerpos desmembrados, amputados, rajados, destripados y ensangrentados que frente a ella ardían… se lo merecían. Habían puesto fin a la vida de su familia, la habían ultrajado, golpeado y torturado, además de pretender poner fin a la existencia del ser más maravilloso del mundo. Sacrílegos… atentando contra Marcus alegando que era un demonio, un ser de la noche sin corazón. Sólo había un mal. Él que habitaba en los corazones de los monstruos que yacían consumiéndose por el fuego en la nieve, con la luna como testigo. Marcus había caído sobre ellos como el arcángel vengador y justiciero que era, sin piedad, sin perdón.

-¿Qué haremos ahora? -planteó Kira sin pizca de preocupación en su tono, con la mirada fija en el lugar donde su propia sangre formaba charcos filtrándose en la nieve.

Una antorcha permanecía encendida y clavada en el lugar donde había estado reposada su cabeza. Esa era la luz de las puertas del cielo, cuyo calor ella había sentido en el rostro.

-Nos vamos a casa, pequeña -respondió con voz ronca y profunda Marcus, antes de lamerse las heridas en su brazo de las que Kira se había alimentado-. Tengo que enseñarte muchas cosas.

-Serás un buen maestro -asumió Kira, al tiempo que él se levantaba con ella en brazos y echaba a andar dejando atrás el horror de la batalla.

-No podrás volver a ver la luz del sol -lamentó comunicarle, haciendo una pausa en sus pasos.

-Hace tiempo que tú eres la luz de mi amanecer. Y siempre has llegado con la noche -confesó Kira, acunándole el rostro en la palma de la mano-. Llevo meses odiando al sol que te arranca de mi lado.

-Es bueno que pienses así -se rió él, mostrándole por primera vez los temidos colmillos que los monstruos del pueblo le habían contado que poseía.

Kira le devolvió el gesto y divertida se alzó hasta tener su boca al alcance. Con la punta de la lengua le repasó los filosos dientes antes de invadirle de manera pasional. Los labios de él cubrieron los de la muchacha con fervor y alevosía. Tras el largo y fogoso beso una risa masculina, profunda, oscura, tenebrosa y poderosa retumbó desde el pecho de Marcus hasta cubrir todo el bosque. Los asustadizos animales se silenciaron. Tan sólo el aullido de un lobo solitario se escuchó. Parecía estar felicitando a su camarada.

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Dedicado con todo mi cariño a todas esas personas que están dándome su apoyo moral y/o su ayuda trabajando de manera desinteresada, pero como los profesionales que son, en lo que es ya “nuestro” proyecto secreto ; ) . Muy especialmente a: Eemaria(eva), Aurim , Karol Scandiu y Alexis Pujol.  Así como a los grandes escritores que con sus palabras me animan haciéndome sentir respaldada, aconsejan y restan pizquitas a mi gigante miedo: Daniela Marconi, Miguel Ángel Jordán, Megan Maxwell, Cristina Caviedes, Liah S. Queipo, Carolina Iñesta Quesada, Virginia Crespo, Noelia Amarillo, Lena Valenti y los chicos de Desquiciados S.C. Gracias, también a todos aquellos que por mi loca cabeza no haya nombrado :P, por hacerme saber la gran suerte que he tenido conociéndoos.

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