domingo, 9 de junio de 2013

"GUARDIANES" DE MONTY BROX

(Publicado el 15/06/10)




CAPITULO 1



Cassidy, estaba agotada, feliz, pero agotada. Había tomado la torpe decisión de dejarse caer sobre su mullida y enorme cama durante unos minutos, antes de cambiarse para la segunda parte de su fiesta de cumpleaños. Pero eran más de las dos de la madruga, y en ese momento le parecía que el edredón dorado le susurraba al oído que se quedara tumbada sobre él. Se había levantado a las siete de la mañana. Había asistido a sus últimas horas de instituto. Comido por su cumpleaños con sus mejores amigas, y dolorosamente y en secreto, se había despedido en su interior de ellas. Nunca, desde el día que sus padres la hicieron conocedora de su secreto, dudó de cuál sería su elección llegado el momento. Para rematar el día, que no terminar, sus padres vieron necesario que celebrara por todo lo alto su mayoría de edad y su futura conversión dando una gran fiesta en su enorme mansión, con todos sus compañeros de clase y amigos a los cuales rara vez volvería ver.


-¿Te queda mucho? -preguntó su madre.


Cassidy podía imaginársela apoyándose en la barandilla de la majestuosa escalera, vertiendo su peso hacia el hueco para gritarle desde abajo.


-Acabo de subir -respondió ella del mismo modo y acto seguido se tapó la cara con uno de los cojines de plumón del cabecero.


-Lo sabemos, cielo -resonó escaleras arriba hasta llegar a ella la voz de su padre-. Pero es que…


Cassidy se apartó la almohada de la cara al percibir unos cuchicheos. Decidió ponerse en pie antes de que su exigente madre subiera a buscarla y la enfajara en el vestido de corpiño color sangre a la fuerza. Mientras que desenfundaba la preciosa prenda rojo carmesí del plástico protector escuchó cómo unos finísimos tacones maltrataban los peldaños en dirección a su cuarto. La puerta se abrió a la vez que ella resoplaba haciendo rodar sus ojos hacia la pequeña lámpara de araña del techo de su dormitorio.


-Cassidy -increpó su madre con voz chillona-. Te necesitamos abajo. ¡Ya! Hemos tenido un problema con uno de tus regalos.


Cassidy se giró y la miró con la cabeza ladeada y el ceño fruncido. Realmente su querida madre, rubia platino y con aspecto de Barbie atrapada en los años cuarenta, podía ser una verdadera histérica. La chica empezó a enumerar uno por uno todos los inofensivos presentes que había recibido de sus invitados. El Ipod, el reproductor de DVD portátil, el marco digital y así con cada uno de ellos. Su madre fue negando sin decir palabra mientras trataba de sacarle por las bravas su TOP sin tirantes negro de lentejuelas.


-¡Mamá PARA! -se quejó de manera infructuosa Cassidy-. ¿A qué viene tanta prisa? No lo entiendo.


-Quizás la señora Legrende, debía haber concretado. Tuvimos un problema con uno de “nuestros” regalos. Concretamente con el de Gabriel.


Quien le hablaba junto a la puerta, recostado contra la pared de manera que no podía verle, era Alexander. Uno de sus cuatro guardianes. Gabriel era otro más de ellos. Junto con Hardy, William y sus padres, ellos cuatro completaban su extraña familia. Habían crecido juntos, o más bien ella había crecido y Alexander había “recrecido”. Desde que supo, y entendió, la verdad Cassidy le había negado la entrada a su dormitorio si estaba en paños menores. La excusa de: “pero si nos hemos bañado juntos” jamás volvió a funcionarle a Alexander cuando ella se ponía remilgada con su intimidad. Pero quitando aquella fase en la que se creyó enamorada de su mejor amigo, normalmente a ella no le importaba que la viera cambiarse. Total, no vería nada nuevo que no hubiera visto ya.


-¿Qué han hecho esta vez? -preguntó cuando se encontraba con la cabeza y los brazos perdidos entre pliegues y pliegues de tela rojiza. Cassidy sabía que en cualquier lío que estuviera metido Gabriel, había sido prácticamente guiado de la mano por Hardy.


Cuando su cabeza al final estuvo liberada de la prenda, sus ojos chocaron con los de Alexander. Eran de un intenso gris que parecía refulgir destellos blancos, enormes y estaban rodeados por unas espesísimas pestañas azabaches, tan negras como su pelo. El estaba tratando de ayudar, por la parte delantera, a que el vestido de Cassidy bajara a su sitio. Con sus delgadas pero fuertes manos tiraba del bajo del corsé. Cuando creyó que la prenda finalmente estuvo en su sitio volvió a cruzar la mirada con Cassidy. Al alzar el rostro el flequillo le cubrió los ojos y, divertida Cassidy, le sopló a la cara para apartárselo.


-No hagas eso -refunfuñó Alexander tapándole la boca con la mano-. Lo odio.


Rápidamente el chico se llevó la mano al pelo y lo peinó a su gusto. No es que fuera escrupuloso con el aliento de ella, simplemente odiaba que nadie manipulara de manera alguna su carísimo y estudiado corte. El largo de los frontales le llegaba algo más por debajo de las orejas, e iba siendo más corto hacia atrás. Cassidy lo sabía y sólo por ello, en cuanto tuvo una mano libre se lo revolvió a conciencia. Él la fulminó con la mirada y Cassidy simuló temblar de miedo. Alexander lentamente y con sumo respeto apartó a la señora Legrende de la chica. Tomó a Cassidy por la cintura levantándola del suelo casi medio metro y fue con ella hasta la cama donde la dejó caer.

Un instante antes de que Alexander se subiera a horcajadas encima de ella, Cassidy pudo ver uno de sus truquitos. Alexander de un metro noventa, más de noventa kilos y con las facciones de un hombre de veinticuatro años, encogió. En cuestión de décimas de segundos pasó a medir el mismo metro setenta que la muchacha. Y una vez Cassidy tuvo el rostro furioso de él frente al suyo, no aparentaba tener ni un solo año más que ella.

-Eres odiosa, Cassy -chillaba Alexander a la vez que trataba de retener las manos de la chica.


-Y tú un estirado -protestó Cassidy al tiempo que intentaba despeinarle de nuevo.


Peleaban jugando como dos hermanos. Como lo que para Cassidy, y para el resto del mundo, eran. Sus padres habían elegido a Alexander entre los demás soldados para que formara parte de los cuatro guardianes de Cassidy por su habilidad. Alexander podía adquirir el aspecto de cualquier edad que se le antojase. Esto le convirtió en la mejor opción para acompañar a Cassidy en su vida humana. Fue con ella a la guardería, al colegio, al instituto y salía con ella y sus amigos. No fue hasta que Cassidy cumplió los seis años que se supo que ni ella ni Alexander eran hijos biológicos de sus padres, como tampoco eran hermanos entre ellos. Y no fue hasta los doce cuando empezó a entenderlo todo y comprendió la verdad. Pero en el fondo todo esto le daba igual. Alexander siempre sería su amigo del alma y en muchas ocasiones, como cuando se peleaban, su odiado y remilgado hermano.


-¿Queréis dejar de jugar? -increpó la señora Legrende, tirando con fuerza de Alexander hasta que lo sacó de encima de su hija-. Comportaros los dos. Que ya tenéis una edad. Sobre todo tú, Alexander. Vuelve a tu forma ahora mismo. Y tú, niña, termina de vestirte antes de que esa cosa me destroce el salón.


-¿Qué cosa? -preguntó curiosa Cassidy, incorporándose de un salto de la cama.

-El lumbreras de Gabriel -anunció Alexander, recolocándose su camisa negra de Dior-. No se le ha ocurrido otra cosa que traerte un… -Él se calló sólo para molestarla e impacientarla.


-¿Un qué? Di -rogó ella, tirando de su camisa, y él la fulminó con la mirada-. Perdón. ¿Qué es? Dímelo, por fa.


Alexander estaba a punto de contentarla, cuando un fuerte carraspeo procedente de la puerta tras él le interrumpió, dejándole con la palabra en la boca abierta. Sabía de sobra quién era. Aquel ruido tan gutural y potente sólo podía pertenecer a Gabriel. Sólo alguien con su poderoso porte, más de dos metros y ciento veinte kilos de peso, podía proferir tal sonido. El chico daba miedo de verdad. Sobre todo si te topabas con él en la oscuridad de un callejón. En realidad podía resultar mortalmente amedrentador en cualquier situación en la que no abriera la boca. Porque en cuanto hablaba, sobre todo si le estabas mirando a los ojos, toda esa aura letal desaparecía.


Nada más pronunciarse descubrías al niño enmascarado en aquella mole de músculos. Rubio, de ojos azul celeste y sonrisa perfecta. Si eras una fémina te faltaba tiempo para postrarte a sus pies. Si eras un varón… Bueno, sólo te quedaba rezar por que el niño que ante ti se alzaba fuera uno de esos niños buenos, cariñosos y no de esos que de crueles parecen endemoniados, porque si te planteabas esa posibilidad el miedo era incluso mayor.


-Como abras esa bocaza tuya Alexander… -amenazó seriamente el recién llegado-, te juro que estaré sin hablarte siglos. Te lo juro.

-Tranquilo, grandullón -se burló Alexander, golpeando con una mano en el amplio pecho de Gabriel al pasarle para salir de la habitación-. ¿Qué haría yo sin tu inestimable y erudita conversación durante tanto tiempo? Creo que perecería -apuntilló, bajando por las escaleras.


-Nosotros no hacemos eso, bobo -refunfuñó Gabriel al tiempo que Cassidy saltaba a sus brazos para que la cogiera al vuelo.

-Sólo espero que no hayas perdido también mi collar -gritó Alexander que casi estaba ya en el primer piso.


-Serás idiota -le increpó el gran hombre, cargando con la chica fuera de la habitación-. Ahora ya sabe cuál es tu regalo.

-No importa -susurró Cassidy en el odio de Gabriel-. Seguro que el tuyo me gusta más.

Cassidy le besó en la mejilla y su castaño pelo le hizo cosquillas en la cara. Ruborizado, no por la vergüenza sino por la emoción, Gabriel cargó con ella hasta el último tramo de escaleras seguido por la señora Legrende. Al llegar al trecho de peldaños visibles desde el amplio vestíbulo que daba paso al salón, la dejó en el suelo y raudo bajó, desapareciendo de su vista. Selina Legrende, su madre a todos los efectos, estaba junto a ella. Le dio los últimos retoques a su vestido rojo y a su castaño pelo. Miró orgullosa a los dorados ojos de Cassidy y fue al primer piso para reunirse con el resto y que ella hiciera sola su entrada magistral.


Cassidy había crecido rodeada de la gente que, ansiosa, la esperaba en el salón. Sólo sus padres y sus cuatro guardianes. Ellos serían los únicos de toda la gente que conocía que permanecerían en su vida de ese día en adelante. Era triste, muy triste. Pero la alternativa era aún peor. Si no decidía unirse a ellos y a su digamos “estilo de vida”, tendría que renunciar a todos.


No volvería a ver a su clasista, recta y disciplinada madre, a la que ella quería a pesar de todo. No vería jamás a su bondadoso y afable padre, a quien adoraba. Y ante sus ojos jamás estarían otra vez sus cuatro guardianes. Alex, su hermano y mayor amigo. Quien siempre, con su carácter pausado y calmado la escuchaba y la entendía a la perfección, aunque sus personalidades fueran tan distintas. Gabriel, ese niño gigante que aparentaba veintiséis años. Adorable y noble. Que tantas veces la consolaba callado, por miedo a que sus torpes palabras empeoraran la situación que la había enojado. Quien en ese momento la estaba haciendo ver mariposas, literalmente, volar alrededor de ella. Sin olvidar a sus otros dos guardianes: William y Hardy.


No sólo no los volvería a ver, sino que ni siquiera los recordaría. Por eso y porque el corazón se le encogía sólo de pensarlo, Cassidy había decido no volver a vivir como una simple humana a partir de esa noche. Y dejar de serlo para siempre en algún momento en los siguientes tres años.


Cassidy se entretuvo unos segundos mirando cómo las cientos de mariposas que Gabriel estaba evocando para ella, revoloteaban a su alrededor. Todo un despliegue de color sólo para sus ojos. Tomó aire ruidosamente un par de veces y tras estirazar los pliegues de la larga falda que le llegaba hasta los pies, cubriéndolos por completo, bajó el primer peldaño. Su corazón dio un pequeño brinco al ver a toda su familia reunida al final de la escalera para recibirla. Eran perfectos y aquel aleteo en su pecho la reafirmaba de estar haciendo lo correcto. Sería incapaz de hacer nada que causara que no volviera a ver cualquiera de aquellos seis rostros. Los querría a los seis, a cada uno de un modo y por causas distintas, por toda la eternidad. Y sólo con pensar en renunciar a uno solo de ellos se le helaba el alma.
Encabezando la perfecta línea de recibimiento estaba su padre. Gregori Legrende. Aparentaba tener treinta años recién cumplidos, aunque realmente hacía muchísimo tiempo que eso había pasado. A pesar de ser el primero en la línea sucesoria de los Opyer, como se hacían llamar la clase aristocrática, su aspecto era igual al de cualquier humano de clase adinerada. Su rostro siempre se mostraba afable con aquellos ojos verdes grisáceos y el cabello castaño ondulado, que tanto había ayudado a que su falsa paternidad fuera más creíble, pues era idéntico al de Cassidy.
A la izquierda de su padre, su madre ocupaba el segundo lugar. Era alta como Cassidy, pero ahí terminaban todos los parecidos. Al contrario que la muchacha, Selina Legrende, era rubia platino, con el pelo rizado y un con un montón de curvas femeninas muy marcadas. Selina era voluptuosa allí donde su hija era delgada y fuerte al estilo de una bailarina clásica. Su aspecto te hacía creer que se encontraba entre los veintiséis o veintisiete años pero al igual que el señor Legendre el día que ella sopló las velas con ese número en su pastel de cumpleaños quedaba muy atrás en el tiempo. Ella no era una Opyer de “cuna”. Había obtenido el ostentoso título al emparejarse con Gregori y era muy feliz de mostrar continuamente su posición social, como si éste fuera por derecho de “nacimiento”.

Los señores Legendre habían esperado prácticamente una eternidad para poder adoptar. Las leyes Opyer eran muy estrictas respecto a ello. Sólo un humano puesto en adopción voluntariamente por sus progenitores y que descendiese de la línea sanguínea de alguno de los aspirantes a padres, podía ser adoptado por estos. Cassidy suponía que tanto tiempo en espera para recibir esa llamada era la culpable de que sus padres hubieran sido los mejores del mundo. Siempre a su manera, pero siempre los mejores. Jamás le faltó de nada y todo lo que pudiera imaginar o desear, por escaso que fuera ese anhelo, lo tenía. Y por eso era que tenía a sus cuatro fantásticos, genuinos y mejor entrenados guardianes. Los Legrende sólo admitían lo mejor de lo mejor cuando se trataba de Cassidy.


No sólo eran los mejores soldados del ejército que custodiaba las vidas de los Opyer. Los cuatro eran Obour. Palabra que en búlgaro se usaba para nombrar a aquellos de su raza que eran capaces de realizar “trucos”. Alexander, que le sonreía desde la izquierda de su madre, era capaz de aparentar físicamente la edad que se le antojase. William, el capitán de su guardia, situado el cuarto en la fila, era capaz de comunicarse con cualquier ser vivo, ver las cosas que habían acontecido alrededor de un objeto o conocer los anhelos secretos de cualquiera con sólo tocarle la piel. El alocado y rebelde del grupo, Hardy, se teletransportaba a su antojo a cualquier lugar que fuera capaz de imaginar portando lo que se le viniera en gana. Y por último, el enorme Gabriel tenía el poder de implantar visiones reales o imaginarias en cualquier humano. También era capaz de hacerlo sobre su propia raza, pero requería de mayor esfuerzo para él o de una mente más débil por parte de su objetivo.

Ésa era su poco “común” familia. Y uno a uno, aguardando en fila su momento, fueron saludándola de manera ceremonial. Sosteniendo las manos de Cassidy entre las suyas al tiempo que se hacían leves reverencias con la cabeza.



-Bien dejémonos ya de tanto protocolo Opyer o terminaré harta antes de empezar siquiera a aprender todas las remilgadas clases de saludos -bromeó Cassidy cuando terminó con Gabriel su ronda de ademanes-. Quiero ver mis regalos. El tuyo primero, Briel. Ha creado tanta expectación que me muero por saber lo que es.


Cassidy tiró de la mano de su guardián hacia el salón y éste se dejó arrastrar seguido por el resto. Al entrar en la estancia, los ojos de Cassidy se abrieron de par en par y un jadeo de incredulidad brotó de su boca. Nadie podría decir que hacía escasos minutos allí había tenido lugar una fiesta multitudinaria de jóvenes recién graduados. La sala estaba reluciente en toda su inmensidad, iluminada por cientos de velas diminutas repartidas por los setenta metros cuadrados del salón. Las rosas blancas y capullos de éstas de color rosado inundaban la sala desde todas sus esquinas y mesas.


Una leve purpurina dorada caía incesante y lentamente del techo, fruto claramente del poder de Gabriel. En el centro la gran chimenea estaba encendida cobijando el mayor fuego que ésta podía albergar. En pleno mes de mayo aquella fogata sería una locura a ojos de un humano. Pero la extraña familia de Cassidy no sentía ni frío ni calor, nunca, fueran cuales fueran las circunstancias climáticas. Y a ella le bastaría con permanecer junto a cualquiera de ellos para tampoco verse afectada por el calor que desprendía el enorme hogar.

-¿Cuándo lo viste? -preguntó Cassidy soltándose de Gabriel para ir en busca de William.


La estancia representaba fiel y con todo lujo de detalles la imagen que ella había evocado en su mente al pensar en el evento. Nunca había hecho un comentario o sugerencia sobre cómo le gustaría que luciese el salón aquella noche. Claramente William lo había captado directamente de sus pensamientos y se lo había hecho llegar al resto.


William se mostró un poco reacio a reconocer en qué preciso instante había captado esa instantánea de su mente. Se mesó los frondosos cabellos castaños y ladeó la cabeza hacia ambos lados, apretando suavemente los labios. Con sus despiertos ojos marrones le rogaba que no insistiera en su pregunta.


-¡Oh, está bien! -refunfuñó Cassidy algo decepcionada-. Tú y tus normas de no hablar sobre lo que ves.


Gregori Legrende tomó a su hija por la cintura para que le acompañara al sofá y dejara de avasallar al capitán de sus guardianes. Padre e hija tomaron asiento en el centro del sillón color crema. William llevó hasta allí una majestuosa silla de madera tallada para que Selina tomara asiento, y él se sitúo junto con sus tres hombres. De pie rodeaban el sofá, uno en cada brazo y dos a sus espaldas. Cuando todos estuvieron acomodados Gregori le tendió a su hija un sobre muy grueso de color esmeralda. Cassidy lo miró a él y a su madre con ojos entusiasmados. Selina le hizo un gesto apremiándola a que abriera el presente. En el interior del sobre verde había cinco billetes para realizar una vuelta al mundo. Billetes con fecha abierta y en primera clase. El paquete además contenía una tarjeta de crédito con el blasón de la familia Legrende en dorado sobre un fondo negro.


-No tiene fondo. Espero poder confiar en ustedes, muchachos -bromeó el señor Legrende paseando la vista sobre los cuatro guardianes a la vez que les sonreía abiertamente, uno por uno-. No vayan a conseguir lo que el crack del veintinueve no logró.



Todos rieron ante la ocurrencia de Gregori. Si alguien había estado lejos del alcance de la gran crisis norteamericana ese había sido él. Cassidy, ajena al regocijo de su padre y sus cuatro guardianes, acariciaba el dragón dorado estampado en la tarjeta.


-Gracias -susurró la chica emocionada-. Os quiero a los dos, sois los mejores.


-De nada cielo -respondió el señor Legrende medio asfixiado por el abrazo de su hija, y continuó hablando una vez ésta pasó a regalar su cariño a Salina-. Tu madre y yo sólo queremos que disfrutes algo de la libertad y la confianza que te has ganado tras años de comportarte de manera ejemplar. Eso y que veas todo cuanto puedas de este mundo antes de que el astro rey limite tu tiempo en el exterior.


-Ahora los chicos -anunció Selina haciendo que Cassidy se soltara inmediatamente de ella y se volviera veloz para mirar a sus guardianes.


-Briel, tú primero –suplicó, saltando de rodillas al sofá para tirar de la mano del enorme muchacho que sonrío feliz por su entusiasmo.


Gabriel intentó pasar de manera disimulada, sin mucho triunfo, una cajita negra de joyería a Alexander. El moreno miraba al rubio de manera desafiante mientras recibía la cajita.


-Creo que Gabriel perdió el derecho a su turno cuando perdió mi otra mitad de tu regalo -opuso Alexander-. ¿No es así, Gabriel?


El muchacho rubio asintió con un gesto lastimero. Desde la otra punta del sofá Alexander ofreció la caja negra a Cassidy. Ella la tomó al tiempo que clavaba sus ojos miel en los casi blancos de Alexander. Cassidy nunca aprobó la frialdad o la altanería con la que Alexander trataba a Gabriel. Briel, como ella cariñosamente le llamaba, era un tipo muy sentido y con una gran bondad, carente de cualquier tipo de malicia o egoísmo. Era un niño grande, y Alexander un muchacho mucho más refinado, siempre se aprovechaba de ello, sabiendo que rara vez Gabriel protestaría por ello. Aunque Alexander no engañaba a ninguno de los presentes. Todos sabían que daría la vida por cualquiera de ellos y que jamás permitiría que nadie que no fuera él tratara con esa vejatoria condescendencia a su compañero.


-¡Wuaw! -exclamó Cassidy al abrir el largo cofrecito de terciopelo-. Pero… ¿Por qué dices que Gabriel perdió la otra mitad? Está entero.


-¡Oh, vamos niña, póntelo de una vez! -exigió Selina frenética, y un escalofrío de repugnancia recorrió su cuerpo-. Puedo sentir cómo esa… cosa, se restriega por todos los muebles de mi salón.


-No entiendo nada -confesó algo exasperada Cassidy, al tiempo que sacaba el hermoso collar para mirarlo con detenimiento.


-¿Te gusta? -preguntó Alexander, situándose a su espalda para ayudarla a ponérselo.


Ella asintió en silencio, mirando los enrevesados y laboriosos grabados del corazón de oro que colgaba de la cadena del mismo material. No era macizo, sino hueco. En su interior se adivinaba una pequeña bolita que lo hacía sonar como un pequeño cascabel.


-La otra mitad. Su pareja. De idénticos quilates -al añadir este detalle a su explicación Alexander miró de manera significativamente desdeñosa a Gabriel-, se encuentra colgando en el cuello de… la mascota que Gabriel trajo como regalo para ti. El suyo suena más fuerte, supuestamente para que siempre podamos encontrarlo. Pero misteriosamente no ha vuelto a sonar desde hace veinte minutos. Te advierto… -señaló amenazadoramente a Gabriel-, que como se lo haya quitado y lo haya perdido TÚ, me lo pagarás de tu propia paga.


-Una mascota. ¿En serio? -vociferó excitada Cassidy, dando saltitos alrededor de todos hasta pararse frente a Gabriel-. Busquémosla todos. ¿Sí? Venga.


-Ése es el problema -musitó William, pasándose la mano por el pelo.


-¿No la ves, Cassidy? -preguntó angustiada su madre que, nada más que Cassidy negó con la cabeza, soltó un bufido.


-Tan pequeñita es que no dais ninguno con ella -cuestionó la chica-. ¿De qué tipo es?


- No, no es pequeñita “precisamente” -ironizó su padre-. Mmm, digamos que es un felino.

-¡Oh, claro! -exclamó Cassidy, asiéndose al brazo de Gabriel-. ¿Qué otra cosa podría ser viniendo de ti? Es un gatito.


-Si quieres llamarlo así… -sugirió con retintín Alexander-. El problema es que no es un “gatito” común. Es de un tipo que los humanos no pueden ver. Gabriel hechizó mi collar y el del “animalito” para que fuera visible para ti. Con eso hubiera bastado, pero le pareció gracioso hacer que sólo tú pudieras verlo si llevaba el collar. Con lo cual, nadie excepto tú puede verlo ahora. Qué magnífica idea, ¿verdad? Gran hombre.


Gabriel se sonrojó por la vergüenza y agachó el rostro mientras todos le miraban. William le apretó el hombro para infundirle ánimos y torció su labio superior, mirando fríamente a Alexander.

-Lo siento -comenzó a disculparse Gabriel, cohibido-. Sólo quería mostraros cómo funcionaba. No pensé que se movería tan rápido.


-No tiene importancia, Briel. Lo encontraremos -le dijo Cassidy, acariciando su mano-. Vamos, Alexander, será divertido. Juguemos a ver quién lo encuentra primero. Seguro que te gano. ¿Sí?


Cassidy le miró suplicante. Alexander cinceló para ella la más pícara de las sonrisas y comenzó a transformarse en un niño de unos diez años. Al grito de “Ya” los cinco empezaron, frenéticos y entre risas, la búsqueda.
 

Una hora después de estar rastreando al misterioso felino, sólo Alexander en su forma de niño, arrastrando las mangas y los bajos de su carísima ropa, Cassidy y Hardy seguían buscando a la mascota. El resto había desistido y estaban sentados alrededor de la mesa de té en una esquina del salón. A excepción de Gabriel, que se mantenía alejado del grupo con gesto de pesar, recostando su gran cuerpo en el sofá del salón. Alexander salió a gatas de debajo de la mesa del comedor con el pelo revuelto y la ropa llena de los restos de confeti que allí se habían acumulado tras la fiesta de Cassidy. Se miró de arriba a abajo y no le gustó nada lo que vio. Meneando la cabeza con gesto desaprobatorio, comenzó a volver a su forma original llenando por completo la ropa con su escultural cuerpo, fuerte y fibroso. Con sus andares elegantes se aproximo a Gabriel mientras por el camino se sacudía los pantalones.


-¡Hey, grandullón! -le llamó, sentándose junto a él-. No estés triste. Aparecerá. Y si no, Hardy estará encantado de volver a acompañarte al infierno para buscar otro. Iría yo, pero odio el olor a azufre. Se te pega a la ropa y no hay manera de sacarlo. A ti aún te huele el pelo –añadió, alzándose para husmearle el trigueño cabello.


-No sé qué me da más mal rollo -se planteó Gabriel-, si tú siendo amable conmigo o que ese pobre gatito esté perdido por mi culpa.


-Vamos, Gabriel, sabes que te quiero -bromeó Alexander, atusándose el pelo-. ¿O no?


-Claro que lo se -reconoció-. ¿Por qué crees que aún mantienes tu cabeza pegada al cuerpo?


-¿Ves? Ya estás de mejor humor. Oye… -le susurró y miró a todos lados para ver si alguien les prestaba atención-. ¿Por qué no creas una visión de ese gato para Cassidy? Sólo hasta mañana. Son casi las cuatro de la madrugada, debería dormir. Y no lo hará hasta que crea que lo ha encontrado.


Gabriel analizó la propuesta de Alexander, frotándose con dos dedos el puente de su pequeña nariz. La encontró acertada, pero antes de que pudiera hacer o decir nada, ambos escucharon a Cassidy. Pedía permiso a su madre para ir con Hardy a inspeccionar el resto de la casa, por si el animal había conseguido salir del salón. La señora Legrende, preocupada por que ese animal anduviera por sus aposentos, le dio permiso.


-Lo haré si a su regreso no lo han encontrado -cedió Gabriel.


Cassidy adoraba los “viajes” con Hardy. Aparecer y desparecer era lo más divertido que conocía a sus dieciocho años de vida. Al principio, él tenía que sujetar la cabeza de la chica fuertemente contra su pecho para que no se mareara. Con el tiempo se hizo una experta y le bastaba con aferrarse a su cintura. Ella se subía a los pies de él por el simple hecho de que la hacía sentirse pequeña y querida cuando Hardy la rodeaba después con su fuerte brazo. Hardy era el más dispar de todos sus guardianes. Tenía el cuerpo atlético de un surfista. Aparentaba estar cerca de los veintisiete años. Llevaba su rubia melena oscura atada en una coleta baja y siempre vestía ropa deportiva.


Hardy con su metro noventa y cinco, posó su barbilla sobre la coronilla de Cassidy, cerró los ojos y ella le imitó. Cuando volvieron a abrirlos estaban en la habitación de Cassidy en el piso superior. Ella con los ojos muy abiertos barrió con la mirada todo su cuarto. Hardy se sentó de manera desenfada sobre su cama y comenzó a jugar con el cordón de sus bermudas hawaianas.


-¿No me ayudas? -le preguntó ella, mostrándose algo enfurruñada de rodillas junto a la cama tras mirar bajo esta.

-No sabría cómo.


-Vamos, eres un vampiro de más de trescientos años -replicó Cassidy-. Sé que tenéis el oído y la visión muy agudos. Intenta ver si las cortinas o algo se mueven o si oyes otra respiración aparte de la nuestra.


-Jodo Cassidy… -se quejó él, poniéndose de pie-. Ten cuidado con esa palabra, a la gente por aquí no le gusta.


-¿Cuál, vampiro? -él asintió de espaldas a ella, haciendo que buscaba al minino-. Es lo que somos, ¿no? Bueno, lo que sois y lo que seré. Bebéis sangre humana y os mata el sol.


-Nop, jovencita. Un Vampir, no tiene alma. Nosotros sí. Ellos no se reflejan en los espejos a diferencia de nosotros. Y ante todo, la mayor diferencia: ellos matan humanos, nosotros sólo tomamos lo necesario sin hacer daño a nadie.


-No me gusta verte tan serio, ¿sabes? -le reprochó Cassidy-. No te va. Eso es más del estilo de William. -Él se encogió de hombros como si le indicara que ella le había obligado a hablar de ese modo tan poco de su estilo-. ¿Quién eres tú y qué has hecho con mi alocado, desafiante y divertido Hardy? –preguntó, acercándose lentamente a él. Le agarró por la camiseta blanca de algodón y le zarandeo-. Extraño ser, te exijo ahora mismo que traigas de regreso a Hardy. ¡Devuélvemelo!


Hardy se sacudió a sí mismo para dar mayor dramatismo al juego y que se viera como si Cassidy fuera capaz de vapulearle. Se dejó caer sobre la cama arrastrándola con él, mientras simulaba batirse en espasmos. Cassidy continuaba exigiendo su regreso entre risas. Las fingidas convulsiones de Hardy llegaron a su final cesando de golpe. Cassidy se alzó para mirarle el rostro a la vez que soplaba los mechones castaños que se habían soltado de su peinado, cruzándosele por la cara. Hardy salió de su catarsis con una amplia sonrisa y los parpados se aparataron de sus ojos verdes. Una locura se veía flotar en el intenso color esmeralda de éstos.


-¡Vayámonos a hacer surf! -sugirió pletórico-. Habrá unas olas tremendas ahora mismo.

-Estás loco -suspiró Cassidy, cayendo agotada sobre su pecho.


-Lo sé, pero fuiste tú la que quiso que volviera mi genuina, atrayente y loca personalidad. Venga, Cass, no me digas que no tienes ganas de salir de ese asfixiante y recargado vestido.


-¡Hey, no te metas con mi vestido! Es bonito.


-Lo será para Alexander o el romántico de Gabriel. Pero no para mí -alegó Hardy resuelto a ponerse en pie-. Para mí estarías perfecta con la parte de arriba de un bikini de flores de hibisco y unas bermudas a juego. Venga, nadie nos buscará. Todos creerán que estamos tratando de hallar al lindo mínimo.


-Pero tenemos que encontrarlo de verdad, Hardy -le recordó ella-. Otro día, ¿vale?

-Vale -cedió él, volviéndose a sentar desganado sobre la cama-. Pero no lo encontraremos aquí dentro.


Hardy le confesó en ese momento que en una visita a la nevera para coger una de sus bebidas isotónicas favoritas, encontró la puerta que daba al jardín trasero abierta. Él suponía que William había salido para fumarse uno de sus queridos y apestosos puros, habiendo olvidado cerrarla al volver. Podía haber sido su capitán o el atolondrado Gabriel al ir a echarse un pitillo. Por eso Hardy no había dicho nada. Si había sido William se culparía por su descuido y no pararía hasta encontrar al “gatito”. Si había sido Gabriel la cosa sería peor. El muchacho se torturaría sistemáticamente por su torpeza y le tendrían vagando por la casa hasta que el animal apareciese.


-Diré que he sido yo -sentenció decidida Cassidy, subiéndose a los pies de Hardy-. Que no me he acordado hasta ahora. Llévame al salón.


-¡Valla! Por un momento pensé que te había convencido de venir a hacer surf -musitó Hardy algo decepcionado.


-¿Por?

-Para ir al salón no me necesitas, Cassidy -le recordó, mirando hacia sus pies.


-Ya, pero es más emocionante así -reconoció ella, pegándose a su pecho y cerrando los ojos-. Venga, va. Pero al salón, ¡eh! -le advirtió, alzando la vista para toparse con una sonrisa sibilina de él-. Como abra los ojos y no esté en el salón, te…


-Valeeee -cedió él, aburrido.


Cuando Cassidy abrió los ojos se encontró en la puerta del salón. Nada más apartarse de Hardy, éste desapareció. Sus padres estaban tomando café con William y Alexander en la mesita de la esquina junto a la ventana. Por lo que Cassidy oía, ellos cuatro estaban hablando de los detalles de su futuro viaje turístico alrededor del mundo. Claramente, sólo Alexander podía acompañarla en las excursiones diurnas. Pues él era el único que podía soportar la luz solar, siempre y cuando no tomara su forma real.


Cassidy no pudo obviar la pose de derrota con la que Gabriel descansaba en el sofá, solo y con la mirada perdida en el crepitar de la lumbre. La chica se sentó en el brazo del sillón y llevó su mano a los rubios cabellos de su apenado guardián. Él ladeó la cara para poderla mirar con los ojos nublados, y le sonrío sin ganas. Una chispa de esperanza brilló en los azulísimos ojos de Gabriel cuando ella le anunció que creía saber dónde encontrar al felino. Cassidy se autoinculpó de haber dejado la puerta de la cocina abierta en un descuido y le animó para que la acompañara a buscarlo. Se disculparon con los demás y juntos partieron al jardín trasero.


Los aspersores acaban de terminar su trabajo y todo el césped estaba empapado. La humedad junto con el aire fresco de la madrugada hicieron que la piel de Cassidy se enfriara y se erizara. Gabriel, que siempre parecía estar en todo, se dio cuenta. Se sacó su sudadera azul de algodón con capucha, se la puso a Cassidy sobre los hombros y ella metió los brazos por las mangas. Gabriel le cerró la cremallera y le subió la capucha. Se puso frente a ella, dándole la espalda y tirando de los brazos de Cassidy, la upó para que se subiera en él a caballito. De ese modo recorrieron todo el jardín rodeando todas las fuentes y los arbustos hasta entrar en el laberinto que éstos formaban. La tierra de éste estaba seca y Gabriel descendió a Cassidy al suelo para poder buscar por separado.


Cuando había transcurrido media hora y ninguno de ellos dio con la criatura invisible, Gabriel se rindió. Miró su reloj, eran más de las cinco de la mañana. Era hora de que Cassidy se marchara a descansar y de que ellos salieran a buscar su sustento, o el sol les pillaría a todos en ayunas. Renegando para sus adentros por su torpeza, Gabriel se dispuso a concentrarse para crear una visión del gato desaparecido en la mente de la chica. Antes de que pudiera terminar de dar forma en su cabeza al felino, el rubio guardián escuchó a Cassidy chillar. No podía ser por el avistamiento del falso desaparecido animal. No había tenido tiempo de conjurarlo. ¿Había encontrado Cassidy al minino, al real?


Otro grito de la muchacha desgarró el silencio de la noche, acompañado por un estruendo de cristales. No. No era el gato lo que estaba causando esos alaridos a Cassidy. El animal podía asemejarse a una pantera negra pero aún no había cumplido los tres meses y no aparentaba ser más que un enorme gato adulto. Aquellos gritos eran a causa de un temor mayor. Gabriel recorrió el laberinto atravesando las paredes de arbustos hasta encontrar a Cassidy. Frenética, miraba en dirección a la casa por encima de los matorrales. Corría despavorida y parecía haber olvidado cuál era el camino para salir de la trampa de maleza que tantas veces había recorrido de niña hasta memorizarla.


Cuando Gabriel logró alcánzala, lo hacía con la cara y los brazos ensangrentados. Los tenía cubiertos de raspones y arañazos causados por haber traspasado los muros de vegetación en lugar de correr bordeándolos. Cassidy dio un brusco giro frente a él en busca de la salida, pero cegada con su carrera no le vio y se estampó contra él, cayendo al suelo de espaldas.


-¿Estás bien, Cassy? -se apresuró a preguntarle, al tiempo que se agachaba para ayudarla a ponerse en pie-. ¿Qué es lo que sucede?


Cassidy estaba histérica y cuando la mano de Gabriel entró en su campo de visión, toda magullada, ella se asustó. Retrocedió espantada, arrastrándose sobre su trasero, y él tuvo que perseguirla hasta que su espalda topó con una de las paredes del laberinto. Cassidy no tenía dónde huir y se cubrió la cara con los brazos, atemorizada.


-Cassidy, soy yo, Gabriel -le susurró, agachado a un metro de ella-. ¿Qué te ha asustado tanto?


La muchacha, muy despacio, apartó la barrera que había formado con sus brazos ante su rostro al reconocer la voz de su guardián.


-La casa -murmuró con la voz temblorosa.


Miró a todos lados desesperada, y un brillo chispeó en sus ojos. De repente había recordado la dirección correcta para volver a las fuentes, frente a la puerta de la cocina. Sin dar tiempo a Gabriel salió corriendo.


-¿La casa, qué? ¡Cassidy! -gritó él, persiguiéndola.


No necesitó una respuesta. El viento sopló hacia él, llevándole el aroma a madera y tela quemada. Alzó la vista como había observado que hacía Cassidy en su intento de huida hacia el exterior y lo comprendió todo. Por encima de los arbustos perfectamente recortados, una enorme columna de humo se alzaba imponente tapando la luz de la luna llena. La enorme mansión de los Legrende estaba ardiendo.

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